Siempre había sentido curiosidad. Desde que cumplí 18 me llamaban la atención esos lugares misteriosos, iluminados con luces de neón, con vidrieras discretas y carteles insinuantes. Pero no me animaba. No sabía si era vergüenza, miedo o simplemente ese cosquilleo prohibido que a veces se siente en el estómago… o más abajo.
A los 19, un viernes por la tarde —después de semanas de fantasías en mi cabeza— me decidí. Caminé por el centro, fingiendo que iba a cualquier otro lado, pero mis pasos me llevaron derechito a la puerta de aquel sex shop. El corazón me latía fuerte, las piernas un poco temblorosas… y entre mis muslos empezaba a despertarse esa humedad tímida, anticipando lo desconocido.
Empujé la puerta. Sonó una campanita. El local era más grande de lo que esperaba. Las luces tenues, las estanterías llenas de juguetes de todos los tamaños, colores y formas. Perfumes, lubricantes, lencería que me arrancaba suspiros y hasta un rincón de películas. Detrás del mostrador, un chico joven, de sonrisa traviesa, me saludó con naturalidad.
—Primera vez, ¿verdad? —me dijo, y sentí cómo se me encendían las mejillas.
Asentí, nerviosa pero fascinada. Me animé a recorrer los pasillos, acariciando con la yema de los dedos algún que otro envase, leyendo etiquetas en voz bajísima. Pero cuando llegué a la sección de vibradores, algo cambió en mi cuerpo.
Había uno en particular… pequeño, discreto, pero con una forma curva perfecta, diseñado para acariciar justo donde más me gustaba. Lo tomé en mis manos. El simple hecho de imaginarlo dentro mío hizo que un escalofrío caliente recorriera mi espalda y bajara hasta humedecerme la ropa interior.
El chico se acercó por detrás, notando mi expresión.
—Ese es ideal para empezar… silencioso, potente, y con varios modos de vibración —me susurró casi al oído.
Su voz grave me hizo cerrar los ojos por un instante. No me había tocado, pero su cercanía, sumada a la atmósfera cargada de deseo, me tenían completamente excitada. Notaba mis pezones duros debajo de la camiseta, y entre mis piernas… estaba empapada.
Seguí recorriendo, probando algunas texturas de aceites, dejándome envolver por los aromas dulces y afrodisíacos. Mi mente ya no estaba en el local. Estaba en mi cama, desnuda, usando ese juguete, deslizándolo lentamente por mi clítoris hinchado, dejándome llevar hasta perder el control.
Sentí un cosquilleo traicionero en mis muslos. Estaba tan mojada que tenía miedo de haber dejado marca en mis jeans ajustados. Me mordí el labio. Nunca había sentido un deseo tan puro, tan salvaje, en un lugar público.
Compré el vibrador —y un lubricante de frutilla que prometía sensaciones cálidas— y me fui caminando rápido, pero con una sonrisa indecente dibujada en los labios.
Apenas crucé la puerta del sex shop, supe que mi vida sexual había cambiado para siempre. Salí mojada. Literal. Caliente. Y con unas ganas irrefrenables de llegar a casa y explorar cada rincón de mi cuerpo… de todas las maneras que hasta ese día solo había soñado.