Nunca imaginé que a mis 40 años iba a volver a sentirme tan vivo, tan hombre, tan deseado... Pero así fue, y todo gracias a ella. Dalia. Una chica de apenas 20 años, llena de vida, de ganas de comerse el mundo y de explorar cada rincón de la sensualidad sin miedo ni prejuicios.
Nos conocimos de una forma casual. Fue en un café donde suelo ir los fines de semana. Ella estaba con unas amigas riendo, hablando fuerte, con esa energía tan propia de la juventud. Pero había algo en su mirada que se cruzaba con la mía más de lo normal. Era atrevida. No le molestaba que yo fuera mayor. Todo lo contrario... parecía que eso le gustaba.
Con el tiempo, comenzamos a hablar. Yo, que venía de un matrimonio de años, con rutinas, con esa vida predecible de oficina y reuniones, me sentía de pronto sacudido por su frescura.
Una tarde me lo dijo directo, sin vueltas, con esa espontaneidad que solo tienen las mujeres jóvenes:
—Me encantan los hombres grandes... saben lo que hacen.
No supe si era un halago o un desafío. Pero mi cuerpo reaccionó como hace años no lo hacía. Solo sus palabras me habían provocado una erección que creía reservada para mis mejores tiempos.
Así empezó nuestra historia. Secretos, mensajes subidos de tono, fotos atrevidas... y finalmente, una cita donde todo iba a pasar.
La llevé a un hotel discreto, lejos de las miradas curiosas. Ella se veía espectacular: un vestido corto, labios rojos y una mirada que no dejaba espacio para las dudas.
Al principio, confieso que tuve miedo. Pensé en mi edad, en mis tiempos, en mis inseguridades... ¿Y si no respondía mi cuerpo? ¿Y si la diferencia de años se notaba demasiado?
Pero Dalia me desarmó en un segundo. No le importaban mis arrugas, ni mi cabello con canas. Ella buscaba otra cosa. Experiencia. Seguridad. Un hombre que supiera tocar, besar, complacer sin apuros.
Sus besos eran jóvenes, intensos, con hambre de aprender y de disfrutar. Y eso me llenaba de energía. Cada caricia suya era un recordatorio de que todavía quedaba mucho de aquel Roberto apasionado que alguna vez fui.
Me dejé llevar. Me olvidé del tiempo. Nos desnudamos lento, explorando cada rincón del otro. Su piel era suave, su cuerpo firme, y su risa espontánea me quitaba cualquier presión.
Cuando llegó el momento de estar dentro de ella, sentí algo más que placer físico. Fue como si mis años de experiencia se fusionaran con su juventud desbordante, creando un equilibrio perfecto.
No solo recuperé mis erecciones... recuperé mis ganas de disfrutar, de vivir el presente sin culpas, sin miedos.
Hicimos el amor varias veces esa noche. Cada encuentro era diferente. Ella me pedía cosas, probaba, se dejaba guiar... y me sorprendía también con su atrevimiento.
Al final, mientras descansábamos abrazados, me dijo al oído:
—Te juro que nunca había sentido algo así...
Yo sonreí. Porque en el fondo sabía que tampoco yo.
Desde ese día, mi vida cambió. No solo porque volví a sentirme hombre en cuerpo y alma, sino porque entendí que la pasión no tiene edad. Solo necesita la persona correcta... y las ganas de volver a empezar.