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armando relata como usa las bolas anales antes de ser penetrado por Jorge.

armando relata como usa las bolas anales antes de ser penetrado por Jorge.

Armando se miró en el espejo, con la tenue luz del atardecer filtrándose por las cortinas de lino. La ciudad murmuraba allá afuera, ajena al pequeño universo que él y Jorge habían ido construyendo, noche tras noche, roce tras roce. Respiró hondo, sintiendo su pecho elevarse, y sonrió al recordar el mensaje que Jorge le había enviado hacía apenas una hora: “Esta noche quiero que te prepares como a ti te gusta. Voy a llegar tarde, pero voy a llegar con hambre.”

Había algo en esas palabras que siempre lo encendía. No era vulgaridad, ni simple lujuria. Era el deseo contenido, el respeto disfrazado de juego. Jorge lo conocía como nadie, sabía leer los tiempos de su cuerpo, los matices de sus miradas, la forma en que sus manos temblaban cuando lo anticipaba.

Armando se sentó en la cama, con la caja de terciopelo negro a su lado. La abrió con calma. Ahí estaban: las pequeñas bolas, de un color vino profundo, unidas por un delicado hilo de silicona suave. Las había comprado hace meses, en un impulso de curiosidad y autodescubrimiento, pero fue con Jorge con quien realmente entendió el placer de la espera, del ritual.

Se recostó un momento sobre las sábanas frescas, cerró los ojos y respiró. Se permitió sentir. No había prisa. Eso era lo hermoso de estar con Jorge: el tiempo se diluía, no era una carrera hacia el clímax, sino una danza de pequeñas entregas.

Lentamente, como si su cuerpo estuviera recordando pasos de un ritual aprendido, se acomodó. Las bolas no eran un accesorio más; eran una promesa, una señal. Le ayudaban a preparar no solo su cuerpo, sino su mente, su disposición a recibir, a abrirse —literal y simbólicamente— al otro. Era vulnerable, sí, pero también poderoso. Era suyo ese momento, esa preparación, esa elección.

Con cada respiración, sentía cómo su cuerpo se ajustaba, cómo su piel se encendía con pequeños escalofríos. Se incorporó y caminó por la habitación, descalzo, sintiendo la suave presión que lo acompañaba desde dentro. Era como llevar un secreto, un eco íntimo de lo que estaba por venir.

Cuando por fin escuchó las llaves girar en la puerta, el corazón le dio un vuelco. El silencio se llenó con los pasos de Jorge. La habitación se convirtió en un santuario. Jorge entró sin decir palabra, sus ojos se clavaron en los de Armando, y esa mirada bastó.

—¿Estás listo? —preguntó, con la voz más baja que un susurro.

—Te estaba esperando —respondió Armando, mientras se acercaba, sintiéndose pleno, encendido, seguro.

Esa noche, el tiempo volvió a detenerse. No importaba el mundo afuera, ni los relojes. Solo quedaban ellos dos, navegando juntos el deseo con el respeto de los que saben que el verdadero erotismo está en la entrega voluntaria, en el silencio compartido… y en la anticipación que lo hace todo aún más intenso.

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