"El Cubano en Oaxaca"
Había llegado desde La Habana, con su sonrisa amplia, su piel tostada por el sol y un acento que hacía cosquillas en los oídos. Se llamaba Dariel. Alto, con hombros anchos y un andar relajado, pronto llamó la atención en las calles coloridas de Oaxaca. Pero fue en una mezcalería, entre risas, música y humo de copal, donde conoció a Itzel.
Ella era oaxaqueña de sangre caliente, con ojos que hablaban sin palabras. Lo miró desde la barra mientras él probaba su primer trago de mezcal, y el cruce de miradas fue todo lo que necesitaron.
Esa noche, entre sábanas tejidas a mano, Dariel descubrió los secretos del cuerpo de Itzel, que se ofrecía sin reservas. Su miembro, grande y firme, la llenaba de un placer que la hacía arquear la espalda y morderse los labios para no gritar. Ella lo montaba con fuerza, los pechos temblando al ritmo de sus caderas, mientras él se aferraba a sus caderas como si temiera perderse en el vaivén de su cuerpo moreno.
Las paredes de adobe fueron testigos de gemidos ahogados, caricias desesperadas y orgasmos compartidos. Al amanecer, entre el aroma a café de olla y pan de yema, Itzel le sonrió, satisfecha. Él, aún jadeando, solo pudo decir:
—México tiene un sabor que no voy a olvidar jamás.