La noche caía espesa sobre la ciudad, y la luna llena se alzaba con descaro entre los edificios, como si supiera que algo prohibido estaba a punto de ocurrir. La invitación había llegado en un sobre negro, sin remitente, con solo una frase escrita a mano: “Fiesta de disfraces. Atrévete a ser tú detrás de una máscara.”
Me puse el traje de Gatúbela ajustado, de cuero negro brillante, con una cremallera que dejaba tanto a la imaginación como al deseo. La máscara delineaba mis ojos con un misterio felino, y al mirarme al espejo, ya no era solo yo. Era algo más: salvaje, libre, sin vergüenza.
Llegué al lugar indicado, una casona antigua, decorada con luces rojas tenues y cortinas que dejaban entrever cuerpos moviéndose al ritmo de una música tribal, profunda, casi hipnótica. Nadie hablaba demasiado, pero todos sabían por qué estaban ahí. Las máscaras eran las verdaderas protagonistas: venecianas, animales, fantasías oscuras, incluso algunas siniestras. Yo, con mis tacones altos y mi andar felino, me movía entre ellos como si ya conociera las reglas del juego.
Todo comenzó con un brindis silencioso, copas alzadas y miradas cruzadas. Un anfitrión enmascarado dio la bienvenida sin palabras, solo con un gesto. Luego, como si una señal invisible se activara, las inhibiciones comenzaron a desvanecerse. Las caricias surgieron como chispas: primero tímidas, luego intensas, inevitables. Los besos cruzaban labios desconocidos, las manos exploraban, los cuerpos se acercaban como atraídos por una fuerza común.
Yo observaba al principio, respirando lento, sintiendo cómo la energía de la sala me envolvía. Alguien me tomó de la cintura, un Batman musculoso, elegante. Me susurró algo que no escuché, pero no importó. Su mano encontró la cremallera en mi traje. No me resistí.
A mi alrededor, la fiesta se había transformado en algo ancestral. No era solo deseo; era una danza colectiva. Máscaras enredadas, cuerpos en sincronía, suspiros al unísono. Una coreografía erótica que mezclaba placer, anonimato y entrega total.
Mi traje fue desapareciendo en manos de extraños y conocidas pieles. Me sentí observada, deseada, liberada. Gatúbela no pedía permiso, se dejaba llevar. A veces sobre un sofá, otras sobre alfombras suaves, a veces de pie contra una pared, como una sombra viva. Nunca supe quién me tocó más allá de la máscara, pero cada roce me contaba una historia distinta.
Lo mágico fue que nadie preguntó nombres. No había lugar para el juicio, solo para el presente. Y en ese presente, fui el centro, el motor y la chispa de la noche. Me movía como una gata en celo, segura, intensa, con el control disfrazado de entrega.
Cuando todo terminó, con cuerpos rendidos y sonrisas cómplices bajo las máscaras ahora torcidas, alguien me ofreció una copa más. Brindamos sin palabras. Gatúbela había triunfado, y yo también. No solo fue una orgía: fue una experiencia donde el deseo encontró su espacio sin miedo, sin culpa.
Y al volver a casa, aún con la máscara puesta, me miré al espejo otra vez. Sonreí.
Detrás de esa mirada felina, por fin, estaba yo.