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Guitarrista del mariachi nos relata una noche de sexo con la dueña de la fiesta.

Guitarrista del mariachi nos relata una noche de sexo con la dueña de la fiesta.

Me llamo Ernesto, tengo 41 años y toco la guitarra en un mariachi desde hace más de 15. He visto de todo en este oficio: lágrimas, borracheras, abrazos sinceros y promesas que se las lleva el viento cuando sale el sol.

Pero hay noches que uno no olvida. No por la música, no por las canciones, sino por lo que pasa cuando la fiesta se apaga y queda solo el deseo flotando en el aire.

Era un sábado cualquiera. Nos habían contratado para una fiesta privada en una casa grande, en las afueras de la ciudad. De esas casas con jardín enorme, luces colgadas en los árboles y botellas caras en cada mesa. La dueña de la fiesta se llamaba Verónica. Morena, elegante, unos 40 y tantos años, de esas mujeres que no necesitan decir mucho para llamar la atención. Bastaba verla caminar entre los invitados para saber que ella mandaba ahí.

Desde que llegamos noté cómo me miraba. Al principio pensé que era parte de su carácter —mirar a todos con seguridad— pero con el pasar de las canciones, entendí que su mirada se quedaba un poco más en mí.

Cantamos de todo: rancheras, boleros, corridos. Ella pedía canciones al oído, a veces tan cerca que sentía el perfume dulce que usaba. En un momento, cuando tocábamos "Si nos dejan", se acercó sin miedo y me susurró:

—Tocas muy bien la guitarra... pero me imagino que con las manos sabes hacer otras cosas mejor.

Me quedé helado. No era la típica broma de borrachera. Me lo dijo seria, con una sonrisa peligrosa.

Terminamos el show y mientras mis compañeros guardaban los instrumentos, ella me hizo una seña discreta. Caminé detrás de ella hasta la parte trasera de la casa, donde había un pequeño salón con luz tenue y una mesa llena de copas.

No hablamos mucho. No hizo falta.

Nos besamos con una ansiedad que sorprendía para dos personas que apenas se conocían. Sus manos recorrían mi espalda como si me hubiera estado esperando toda la noche. Yo no soy un niño —he tenido mis historias— pero había algo en ella que me desarmaba: el control, la seguridad, esa manera de desvestirme sin apuro pero con hambre.

Esa noche fue un concierto aparte. No había guitarra, pero nuestras respiraciones marcaban el ritmo. Nos entregamos sin pensar en nada más. Como dos desconocidos que entienden que lo que pasa ahí se queda en la piel, en la memoria, pero no necesita nombre.

Cuando terminamos, ella me miró, se acomodó el cabello y me dijo:

—Los músicos siempre se van después de tocar... pero vos te vas a quedar en mi recuerdo un buen rato.

Salí de ahí con el corazón latiendo fuerte, el cuerpo relajado y una sonrisa que me duró toda la semana.

No volví a verla. No hizo falta. Los músicos sabemos que hay canciones que se cantan solo una vez. Y esa noche con Verónica fue exactamente eso: una melodía perfecta, intensa, de esas que nadie más escucha... pero que uno nunca olvida.

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