La habitación 1203 del hotel boutique tenía una vista espectacular a la ciudad iluminada. Cortinas de lino, luces cálidas y una cama king size con sábanas blancas impecables. En el centro, una bandeja con una botella de vino tinto ya abierta y dos copas, apenas servidas.
Ella estaba apoyada contra el marco de la ventana, con un conjunto de lencería en tono burdeos que abrazaba su cuerpo con encaje fino, medias altas y nada más. Él la observaba desde la cama, semidesnudo, con una mirada que oscilaba entre la admiración y el hambre.
—Hoy no hay prisa —dijo ella, tomando la copa con dedos delicados—. Quiero explorar… todo.
Él sonrió, y sacó de su maleta una pequeña caja de cuero negro. La abrió despacio, como si estuviera desvelando un secreto. Dentro, una colección de juguetes: un vibrador en forma de bala, un plug pequeño de silicona, un anillo vibrador, una venda de satén, y unas esposas suaves. Ella se acercó, pasó un dedo por cada uno, y luego le tendió la copa.
—Tú primero.
Él bebió, y sin soltar la copa, la tomó por la cintura, guiándola hasta el borde de la cama. Ella se sentó, abrió lentamente las piernas, y permitió que él deslizara el vibrador entre sus muslos. Un leve gemido escapó de sus labios cuando lo encendió. La intensidad era perfecta, como un susurro eléctrico entre sus pliegues.
Ella cerró los ojos, rendida al placer que apenas comenzaba. Él no se detuvo ahí: le ató las muñecas con la venda de satén, la recostó y colocó el anillo vibrador sobre su propio miembro, endurecido y palpitante. El vino hacía que todo fluyera lento, intenso, cálido. Los límites se disolvían.
La penetración fue lenta al principio, con las vibraciones recorriendo ambos cuerpos en un vaivén perfecto. El plug entró después, con suavidad, haciendo que los gemidos de ella se multiplicaran, profundos, sinceros, deliciosos. No había palabras, solo cuerpos que se entendían a la perfección, manos que sabían a dónde ir, bocas que encontraban el lugar exacto.
Horas después, estaban envueltos en las sábanas, sudorosos, saciados, con las copas ya vacías y los juguetes desperdigados por la cama como testigos silenciosos.
—¿Te gustó la sorpresa? —preguntó él, acariciando su espalda.
Ella sonrió, con los ojos cerrados.
—Sí… pero la verdadera sorpresa fue darme cuenta de que contigo me atrevo a todo.
El reloj marcó las 3:12 a.m., pero en la habitación 1203, el tiempo ya no importaba.
Y esa noche, entre el vino, los juguetes y las confesiones susurradas, crearon una experiencia que jamás olvidarían.