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María siempre se duchaba desnuda en el lago, toño la espiaba y ella lo sabía todo.

María siempre se duchaba desnuda en el lago, toño la espiaba y ella lo sabía todo.

María siempre tuvo una manera especial de caminar. Era de esas mujeres que no necesitan vestirse de lujo para ser hermosas. Vivía al final del pueblo, cerca del lago, en una pequeña cabaña de madera rodeada de árboles y silencio.

La rutina de María era conocida por todos: al atardecer, cuando el sol empezaba a bajar y las sombras se estiraban sobre el agua tranquila, ella se dirigía al lago con su toalla colgada al hombro. No llevaba más que eso.

Toño lo sabía. Y la espiaba.

No era un secreto para nadie que Toño trabajaba en el rancho de su familia, que siempre pasaba por los caminos cercanos al lago, y que cada vez que veía a María caminar hacia el agua, su corazón se aceleraba.

Lo que él no sabía —o al menos no quería aceptar— era que María estaba completamente consciente de sus ojos escondidos entre los arbustos.

Ella se desvestía despacio, como si cada movimiento estuviera planeado. Se soltaba el cabello, dejaba caer la ropa con una delicadeza casi cruel, y se metía al agua desnuda, dejando que el reflejo del sol pintara su piel con destellos dorados.

Toño se escondía tras un árbol grueso, con la respiración agitada, sintiendo en el pecho ese deseo mezclado con culpa y admiración. No era un deseo sucio. Era algo más primitivo, más profundo. María no era una mujer cualquiera. Ella jugaba con los límites, con las reglas no escritas.

Una tarde, mientras Toño la espiaba por enésima vez, escuchó su voz clara y firme romper el silencio.

—Ya puedes salir de ahí, Toño... Siempre has sido muy malo para esconderte.

Se quedó helado. El corazón le retumbaba en los oídos. Dudó un segundo, pero sabía que no tenía sentido seguir fingiendo.

Salió despacio de su escondite, con la cabeza baja, como un niño atrapado en una travesura.

Pero cuando levantó la vista, se encontró con los ojos de María fijos en él. No había enojo. No había sorpresa. Solo una sonrisa cómplice, llena de misterio.

—¿Cuánto tiempo pensabas seguir viéndome sin decir nada? —preguntó ella, nadando hacia la orilla.

Toño no supo qué responder. Tartamudeó unas palabras torpes, pero María no esperaba disculpas.

Salió del agua sin apuro, su cuerpo brillando con las últimas luces del día. Caminó hasta él, tan cerca que Toño sintió el calor de su piel mojada.

—La curiosidad no es pecado, Toño... —susurró ella— El pecado es tener miedo de lo que uno desea.

Le acarició la mejilla con la punta de sus dedos, dejándole una caricia tibia que le recorrió todo el cuerpo.

—Mañana, cuando vuelva a venir al lago... —dijo antes de darse vuelta— ya no te escondas. Si me vas a mirar... mírame de frente.

Y así se fue, dejándolo solo, con el corazón desbocado y la certeza de que al día siguiente nada volvería a ser igual.

Porque a veces, el verdadero juego empieza cuando ya no hay secretos.

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