Nunca olvidaré aquella tarde. La recuerdo con nervios, emoción y un poco de miedo... pero también con una sonrisa cómplice que todavía me acompaña.
Me llamo María, y esta es la historia de cómo perdí mi virginidad en un lugar discreto... un motel.
Llevaba meses saliendo con Alejandro. Era mi primer amor, mi primera relación seria, y aunque ya habíamos tenido nuestros momentos de pasión a escondidas, nunca habíamos dado ese paso tan grande. Sabíamos que tarde o temprano iba a suceder, y ese día simplemente... se dio.
Recuerdo que era un viernes por la tarde. Salimos a dar una vuelta, como siempre, caminamos, comimos algo y nos besamos como dos adolescentes llenos de deseo contenido. Alejandro me tomó de la mano, me miró a los ojos y me preguntó con ternura:
—¿Quieres que estemos solos... de verdad?
Sabía lo que significaba. El corazón me latía tan fuerte que pensé que él podría escucharlo. Dudé unos segundos... pero mi cuerpo ya había decidido por mí. Le respondí con un sí tímido, pero lleno de curiosidad y ganas.
Subimos a su auto y comenzó a manejar hacia las afueras de la ciudad, donde estaban esos moteles discretos, escondidos, pensados justamente para lo que estábamos a punto de vivir.
Llegamos a uno sencillo, nada ostentoso, pero limpio y privado. El hombre de recepción nos miró sin juzgar, como si estuviera acostumbrado a ver a parejas jóvenes y nerviosas. Nos entregaron la llave, y subimos a la habitación.
Cuando entramos, todo me pareció nuevo: la cama grande, las luces tenues, el espejo enorme en la pared... hasta el aroma del lugar tenía algo de misterio. Me sentía fuera de mi mundo, pero también emocionada.
Alejandro fue paciente, cariñoso. Se acercó despacio, me abrazó por detrás y empezó a besar mi cuello. Sentí un escalofrío recorrerme entera. Su manos fueron deslizándose por mi cintura, hasta que se giró y me miró de frente.
Nos besamos... lento, profundo, dejando que las caricias fueran subiendo de tono sin apuros. Me ayudó a quitarme la blusa, y yo hice lo mismo con su camiseta. Nuestros cuerpos se rozaban, piel con piel, mientras el ambiente se llenaba de calor.
Cuando quedamos completamente desnudos, me miró a los ojos y me preguntó si estaba segura. Le respondí con un beso largo, lleno de ganas y confianza.
Nos recostamos en la cama. Al principio sentí un poco de miedo, de nerviosismo. Era mi primera vez, después de todo. Pero su forma de tocarme, de besarme, de susurrarme palabras dulces al oído, me fueron relajando.
Fue despacio, paciente, respetando mis tiempos, escuchando mis gestos y mi respiración. Cuando finalmente me penetró, sentí una mezcla de sensaciones: un leve dolor, pero también una intensidad nueva, diferente... un cosquilleo en todo el cuerpo.
Poco a poco el dolor desapareció, y lo que quedó fue una ola de placer suave, cálido, íntimo.
Nos movíamos al ritmo de nuestras caricias, de nuestros cuerpos descubriéndose por primera vez. No fue un encuentro perfecto de película... pero fue real, sincero, y sobre todo, lleno de cariño.
Cuando terminamos, me abrazó fuerte, como queriendo protegerme del mundo. Nos quedamos en silencio, respirando juntos, sintiendo la complicidad de haber compartido algo tan especial.
Salimos de ese motel con otra mirada, con otra energía. Habíamos cruzado una barrera juntos. Y aunque mi primera vez fue en un lugar discreto, alejado de todo... para mí siempre será un recuerdo íntimo, bonito y muy mío.
Porque perder la virginidad no es solo un acto físico... es un momento que se queda en el corazón.