Siempre habíamos sido una pareja a la que le gustaba experimentar. Nos encantaba el riesgo, el juego de lo prohibido y esa sensación de hacer cosas que nadie más se atrevía. Pero lo que pasó aquella noche en el concierto de rock superó cualquier locura que hubiéramos imaginado.
Era un festival al aire libre, miles de personas amontonadas, la música retumbando en los altavoces, las luces moviéndose de un lado a otro, y nosotros… perdidos entre la multitud.
Ella —mi novia— iba vestida de una manera que me volvía loco. Un short de mezclilla diminuto, que dejaba sus piernas bronceadas completamente expuestas, y un top negro que apenas cubría lo necesario. Sabía perfectamente el efecto que causaba en mí y lo disfrutaba.
Nos perdimos entre la gente, empujados por los saltos, los gritos y la locura típica de un concierto de rock. En medio de esa energía salvaje, nuestras miradas se cruzaron. Sabíamos lo que estábamos pensando.
Me acerqué por detrás y la abracé fuerte, sintiendo su cuerpo sudoroso y caliente contra el mío. Mis manos comenzaron a recorrer sus piernas, subiendo poco a poco por debajo de su short. Ella no dijo nada, solo apoyó su cabeza hacia atrás, pegándola a mi hombro, dándome permiso para seguir.
La música era tan fuerte que nadie podía escuchar nada más. Aproveché el momento y comencé a jugar con ella de una manera más atrevida. Desabroché el botón de su short con disimulo, deslizándolo apenas lo suficiente para tener acceso a lo que realmente deseaba.
Sentí cómo su cuerpo temblaba ligeramente. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era una locura, pero era precisamente eso lo que nos encendía.
Me escupí discretamente en la mano, para lubricar lo justo, y con un movimiento firme y decidido empecé a preparar su entrada trasera. Ella respiraba fuerte, mordiéndose el labio, sabiendo que no podía hacer ni un solo sonido.
La multitud a nuestro alrededor saltaba, gritaba, cantaba… nadie se percataba de lo que ocurría entre nuestros cuerpos. Era como si el caos del concierto fuera nuestro mejor cómplice.
Cuando sentí que estaba lista, me acomodé justo detrás de ella. Deslicé mi miembro lentamente, sintiendo cómo su cuerpo se estremecía al recibirme. Ella se aferró a mi brazo, conteniendo un gemido que seguramente se ahogó en la música estridente.
Los movimientos eran cortos, discretos, pero intensos. La sensación de estar dentro de ella, en ese lugar tan prohibido y en medio de miles de personas, era una locura que me hacía perder la razón.
Duramos varios minutos en ese vaivén secreto, mientras las luces del escenario nos cubrían y la gente seguía con su euforia. Era como si el mundo entero estuviera en otra frecuencia y nosotros en la nuestra… más intensa, más salvaje, más íntima que nunca.
Cuando terminamos, acomodamos la ropa con rapidez, mirándonos con complicidad, sabiendo que acabábamos de romper todas las reglas posibles.
Esa noche, en medio de un concierto de rock, descubrimos que el placer no tiene límites… y que a veces, lo prohibido es simplemente irresistible.