Todo comenzó un sábado por la tarde, de esos que el cuerpo pide a gritos una tregua, un descanso. Las semanas anteriores habían sido una batalla constante entre reuniones, tareas infinitas y el insomnio que parecía haberse convertido en mi sombra. Por eso, cuando mi amiga me recomendó un spa nuevo, escondido en una calle tranquila de la ciudad, no lo dudé.
Desde que crucé la puerta, supe que ese lugar tenía algo especial. Olor a sándalo, luces tenues, el sonido del agua corriendo en pequeñas fuentes. Me recibió una mujer con una sonrisa serena y voz suave, casi como si cantara. Me ofreció una infusión tibia mientras esperaba mi turno. En ese momento, no imaginaba cómo ese día terminaría por cambiar algo dentro de mí.
El masaje era con aceites esenciales. "Relajante, pero profundo", me dijeron. Me condujeron a una sala apartada, con paredes de piedra cálida y una camilla en el centro rodeada de velas. La temperatura era perfecta, y la música... una mezcla de cuencos tibetanos y algo que parecía flotar en el aire.
Entró el masajista. Alto, de rostro sereno, con una mirada que no era invasiva, pero que se detenía en ti como si pudiera leer más allá de la piel. Su voz era grave, calmada. "Solo relájate, yo me encargo del resto", dijo, y no sé si fue su tono o la promesa implícita en esas palabras, pero cerré los ojos y decidí entregarme al momento.
Sus manos comenzaron por mis hombros, lentas, firmes. Cada presión era exacta. Cada caricia con los aceites parecía derretir algo que yo ni sabía que tenía tenso. El tiempo se volvió blando, líquido. No había más mundo que ese cuarto, ese olor, esa música y esas manos.
Y entonces, algo cambió.
No sé si fue un roce accidental o la forma en que su respiración se volvió más cercana. Sentí el calor de su cuerpo sin necesidad de abrir los ojos. Su presencia, al principio profesional, se volvió... otra cosa. Más íntima. Más humana. Me preguntó si estaba bien, si quería que continuara. Dije que sí, sin abrir los ojos, pero con un tono que quizás dijo más de lo que creía.
Lo que siguió no fue rápido ni ruidoso. Fue como el agua caliente resbalando por la piel. Como el vapor llenando los pulmones. Como dos almas que no sabían que se necesitaban hasta que se encontraron, piel con piel, sin apuros ni promesas.
No hubo palabras. Solo respiraciones, miradas entrecortadas, y la certeza de que ese encuentro, inesperado y fugaz, había sido tan íntimo como necesario. Fue más que sexo. Fue una pausa del mundo, un paréntesis sagrado entre el deseo y la calma.
Cuando terminó, volvió a ser el masajista sereno. Me cubrió con una toalla, me acarició el cabello como si sellara el momento, y salió de la habitación en silencio.
Esa noche dormí como no lo hacía en meses. No sé su nombre. No sé si volveré a verlo. Pero cada vez que huelo sándalo o escucho cuencos tibetanos, mi cuerpo recuerda. Y sonríe.