Toqué la puerta a mi vecina, me abrió y estaba en calzones... te cuento lo que pasó.
Esa tarde no tenía nada planeado. Había llegado temprano del trabajo, el silencio del edificio me envolvía y el sonido de mi refrigerador viejo era lo único que me hacía compañía. Pero justo cuando me senté a ver una serie, me di cuenta de que no tenía azúcar para el café. No es que fuera indispensable, pero la costumbre de terminar el día con una taza humeante me pudo más.
Me acordé de Laura, mi vecina del 402. Siempre ha sido amable conmigo. Nos saludamos cuando coincidimos en el ascensor, alguna que otra charla corta en el pasillo… nada más. Pero siempre noté algo en ella: ese aire despreocupado, esa sonrisa ligera, y —por qué no decirlo— esa belleza natural que no necesitaba de mucho esfuerzo.
Salí de mi departamento con la esperanza de que me pudiera prestar un poco de azúcar. Toqué suavemente su puerta. Escuché ruido adentro, pasos rápidos, una voz lejana diciendo “¡ya voy!”. No me esperaba lo que pasó después.
La puerta se abrió, y ahí estaba Laura... con una camiseta ancha y unos calzones diminutos, de esos de algodón, cómodos, pero que igual no dejaban mucho a la imaginación. Su cabello estaba despeinado, como si hubiera estado acostada o recién salida de la ducha. Por un segundo, ambos nos quedamos en silencio. Ella abrió los ojos sorprendida y soltó una risa nerviosa.
—¡Ay! —dijo tapándose instintivamente con la mano— Perdona… pensé que era el delivery.
Yo, intentando no parecer un adolescente torpe, me reí también y bajé la mirada con respeto.
—No, perdón a ti… no quería interrumpir nada. Solo venía a ver si por casualidad tienes un poco de azúcar… me quedé sin.
Ella se relajó al ver que no estaba incómodo, o al menos que lo disimulaba bien.
—Claro, pasa —dijo sin darle demasiada importancia a su atuendo—. No te preocupes, ya me has visto peor bajando la basura —bromeó.
Entré al departamento, que olía a velas aromáticas y tenía una luz cálida. Se notaba que estaba en su espacio de confort. Caminó hacia la cocina con toda la naturalidad del mundo, mientras yo esperaba junto a la puerta, aún un poco sorprendido por la escena.
Volvió con un frasco pequeño.
—Aquí tienes, vecino cafetero.
Se lo agradecí y cuando me iba a despedir, me soltó otra frase que me descolocó.
—Oye… ya que estás aquí, ¿quieres un café? —dijo sonriendo con esa mirada entre traviesa y hospitalaria—. Te lo debo por haberte dejado traumado.
Me reí. Cómo negarse a eso.
—Encantado —respondí.
Nos sentamos en su pequeña sala. Ella se puso una bata ligera, pero la conversación ya había roto cualquier barrera de formalidad. Hablamos de todo un poco. Descubrí que le gustaba la música que yo escuchaba, que le apasionaba viajar y que siempre había pensado que yo era “demasiado serio” para ser su vecino. Reímos, nos relajamos, y la tarde se fue alargando casi sin darnos cuenta.
A veces las historias más inesperadas empiezan tocando una puerta… y encontrando a alguien que no tiene miedo de mostrarse tal como es.