No fue algo planeado. De hecho, la idea había comenzado como una simple fantasía que mencioné entre risas en una conversación de confianza. Pero las palabras tienen poder, y los deseos, cuando se nombran en voz alta, a veces encuentran la forma de hacerse reales.
Todo comenzó con una invitación secreta, enviada a través de una red discreta. No había detalles específicos, solo una dirección, una hora, y una advertencia seductora: “Prepárate para ser adorada.” Mi corazón latía con una mezcla de curiosidad y adrenalina.
El lugar era un antiguo teatro restaurado. Luces bajas, cortinas pesadas, y un ambiente cargado de electricidad. Al entrar, sentí todas las miradas clavarse en mí. Era la única mujer. Ellos me esperaban. Cincuenta hombres, distintos entre sí, pero todos con algo en común: una devoción palpable, una energía contenida, como si fueran músicos esperando la señal para empezar la sinfonía.
Yo era la musa.
No llevaba más que una bata de seda negra que caía ligera sobre mi piel desnuda. Caminé hasta el centro del escenario improvisado, donde una alfombra de terciopelo rojo me recibió como un trono extendido. Un silencio absoluto envolvía la sala, hasta que me senté, crucé las piernas y dije: “Estoy lista.”
Lo que siguió no fue solo sexo. Fue una coreografía de deseo, una danza humana, una entrega absoluta a una experiencia que iba más allá del cuerpo. Ellos se turnaban, se cuidaban de no invadirme todos a la vez. Algunos me tocaban apenas con los dedos, como si rozaran una obra de arte. Otros me miraban como si su gozo estuviera solo en observar.
Había ternura. Había fuerza. Había risas ahogadas, suspiros que se confundían con gemidos bajos. Cada gesto estaba medido no con prisa, sino con una atención casi devocional. Yo era el centro, sí, pero no por vanidad: era porque todos habían aceptado el juego. Me entregué con la certeza de que cada uno había ido allí a dar, más que a tomar.
El tiempo se diluyó. No sabía si habían pasado dos horas o cinco. Me sentía como flotando entre brazos, caricias, respiraciones coordinadas como olas que van y vienen. A veces cerraba los ojos y me dejaba llevar, otras los abría para encontrar una nueva mirada, un nuevo rostro iluminado por el deseo compartido.
Cuando finalmente el último cuerpo se separó del mío, me tumbé sobre la alfombra, exhalando una sonrisa que venía del alma. Me cubrieron con la bata nuevamente, como quien envuelve un secreto sagrado. Nadie habló demasiado. Solo se sentía una paz extraña, una satisfacción compartida.
Esa noche no solo tuve sexo con cincuenta hombres. Tuve una experiencia transformadora. Me sentí libre, poderosa, respetada y deseada sin juicio.
Y aunque algunos podrían no entenderlo, para mí fue una faena… sagrada. Una celebración del cuerpo, del placer y de la conexión humana más primitiva y hermosa.